miércoles, 21 de octubre de 2009

Mi Galatea, Mi Laberinto 1

Y nunca me preguntaron cómo era mi golum ideal. Sin embargo solo Pigmalión tuvo esa posibilidad y se folló a su obra, Galatea. Perfecta y románticamente adornada con destellos de irrealidad inamovible. Yo solo me enamoraré de mi golum. Y tú harás lo mismo. Todos y cada uno de los personajes de este cuento que parece real no somos más que golums de un fingido Dios que nos ama, que nos ama y que es un polígamo bisexual a lo grande. Por eso todos podemos jugar a ser Dios por las calles y por los entresijos del amor. Él será vida y será muchas cosas. Alto, robusto, inteligente, rubio, y todas esas cosas que se conseguirán dentro de poco gracias a la modificación genética. Qué vergüenza, al menos mi golum ideal no tendrá genes. Si pido un deseo que salga como yo quiero, eso espero. Con ese pensamiento salí a la calle a encontrarme con Diana. Hacía tiempo que me llamaba y colgaba hasta lograr que la dejase por imposible y solo oir su voz a través de las ondas de un contestador. Nunca comprendía sus juegos. Pero esta vez había algo en su discurso de niña que definitivamente me sacó de las pantuflas, la manta de delfines alrededor de mis brazos y las gafas usadas de mi último amante:

-Tengo a)ganas de comprobar que no estás muerta o al menos que no tienes cara de estarlo, b)invitarte al cine a ver la última de Mr. Burton y c)presentarte a un escritor jovencísimo y monísimo… ah! Y la d) la pones tú!.

Y pensé que era curiosa la soledad. Nada más. Yo me detenía antes las cosas más a menudo cuando me sentía sola. Y disfrutaba mucho más de las pequeñas alegrías y de la lluvia por la noche. Pero prefería ser desgraciada a sentirme sola y eso lo sabe todo el mundo. Así que me dirigí a la via Filzi en busca de Diana, su escritor guapo y su pareja aún mucho más.

-Hombre, la chica de un millón de opciones, dije intentando hacerme la ingeniosa.

-Con ella siempre es así, Miranda, ya lo sabes, dijo Noel, su novio americano, con un acento que le hacía aún más atractivo.

-Bueno, menos cuento, Miranda te presento a Diego. Diego, Miranda. Parecía haber terminado el rito odioso de las presentaciones y le estreché la mano. Así se hace en todos lados, pensé. En todos lados menos aquí. Tenía la mano caliente y me distraje en esa mano durante todo el camino al pub de artistas y escritores. Qué inventarán después, pensé. Deduje que era una más de las tácticas de Diana para que me enamorase de una vez. “Es genial, te sientes niño, quieres hacer locuras y te cortarías hasta el dedo meñique del pie izquierdo por él, tienes que probarlo”. En ese momento pensé que me estaba hablando de la droga de moda. Pero cuando vi el amor supe reconocerlo. No porque quisiera hacer desaparecer de un tajo mi dedo pequeño del pie, sino porque nunca podría definirlo con palabras. Y no era escritor, ni artista, ni lo sería. Pero yo me sentía como si lo hubiese creado. Es por eso por lo que entré en la reclusión semi-depresiva del enamorado y no salí de casa en un mes alegando una enfermedad contagiosa a todos mis amigos, quiero decir a mi madre, a Diana y a mi gata.

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