“Aquí el tiempo es fluido”, dijo el demonio.
Apenas lo vio supo que era un demonio. Lo supo, así como supo que ese lugar era el infierno. No podían ser otra cosa.
La habitación era larga, y el demonio esperaba al final al lado de un brasero humeante. De las paredes color gris-roca colgaban una multitud de objetos, del tipo de objetos que no es astuto ni tranquilizante examinar más de cerca. El techo era bajo, el piso extrañamente insubstancial.
“Acérquese”, dijo el demonio, y él lo hizo.
El demonio estaba desnudo y flaco como una escoba. Tenía cicatrices profundas y parecía haber sido desollado en un pasado distante. No tenía orejas, ni sexo. Sus labios eran delgados y ascéticos, y sus ojos eran ojos de demonio: habían visto demasiado, habían ido demasiado lejos, y bajo su mirada se sentía menos importante que una mosca.
“¿Qué sigue ahora?” Preguntó.
“Ahora”, dijo el demonio, en una voz que no cargaba angustia ni satisfacción alguna sino tan sólo una espantosa y plana resignación, “será torturado”.
“¿Por cuanto tiempo?”
El demonio negó con la cabeza y no contestó. Caminó lentamente al lado de la pared, mirando el primero de los objetos colgados, luego el siguiente. Al final de la pared, al lado de la puerta cerrada, estaba un látigo de nueve correas que terminaba en púas de metal. El demonio lo agarró con su mano de tres dedos y, cargándolo con reverencia, camino de vuelta. Puso las puntas el látigo en el brasero y las miró mientras empezaban a calentarse.
“Eso es inhumano.”
“Si.”
Las puntas del látigo brillaban con un naranja mortecino.
Mientras levantaba la mano para dar el primer golpe, el demonio dijo, “Con el tiempo recordará este momento con aprecio.”
“Usted es un mentiroso.”
“No,” dijo el demonio. “La siguiente parte,” explicó justo cuando bajaba el látigo, “es peor”.
Entonces las púas del látigo aterrizaron sobre su espalda traqueando y silbando, rasgando a través de la ropa lujosa, quemando y destrozando y desgarrando con cada golpe y entonces -no sería la última vez que lo hiciera en ese lugar- gritó.
Había doscientos once implementos en las paredes de esa habitación, y en el tiempo justo iba a experimentar todos y cada uno de ellos.
Cuando, finalmente,
“Ahora,” dijo el demonio, “El verdadero dolor comienza”.
Y comenzó.
Todo lo que había hecho que habría sido mejor dejar sin hacer. Cada mentira que había dicho –a si mismo, o a otros. Cada pequeño dolor, y todos los grandes dolores. Cada uno le fue sacado, detalle a detalle, centímetro a centímetro. El demonio desnudó la cubierta de olvido, desnudó todo hasta la verdad, y dolió más que cualquier cosa.
“Dígame lo que pensó mientras ella salía por la puerta.” Preguntó el demonio.
“Pensé que mi corazón estaba roto”
“No,” dijo el demonio, fijando sin odio sus ojos inexpresivos, “no lo hizo.” y él tuvo que desviar su mirada.
“Pensé: ahora nunca sabrá que me he estado acostando con su hermana.”
El demonio desbarató su vida, momento a momento, instante a espantoso instante. Tal vez duró cien años, o mil –En esa habitación gris, tenían todo el tiempo que ha existido- y llegando al final comprendió que el demonio había tenido razón. La tortura física había sido mejor.
Y terminó.
Y una vez terminó, empezó de nuevo. Ahora con un autoconocimiento que no había estado ahí la primera vez y que de alguna manera hacía que todo fuera peor.
Ahora, mientras hablaba, se odiaba a si mismo. No había mentiras, ni evasiones, no había espacio para nada excepto el dolor y la rabia.
Habló, ya no lloriqueó. Y cuando terminó, mil años después, rogó que el demonio fuera a la pared, y trajera el cuchillo de desollar, o la pera de la angustia, o los tornillos.
“De nuevo,” dijo el demonio.
Él empezó a gritar, gritó por un largo rato.
Cuando terminó de gritar, el demonio dijo “De nuevo,” como si nada se hubiera dicho.
Era como pelar una cebolla. Esta vez mientras recorría su vida aprendió sobre las consecuencias. Se enteró de los resultados de las cosas que había hecho; cosas que no había visto mientras las hacía; las formas en las que había lastimado al mundo; el daño que había hecho a gente que nunca había conocido, o visto, o encontrado. Fue la lección más dura hasta entonces.
Mil años después el demonio dijo: “De nuevo”.
Él se acurrucó en el piso, al lado del brasero, meciéndose lentamente, con los ojos cerrados y contó la historia de su vida, volviéndola a experimentar mientras la contaba, desde el nacimiento hasta la muerte, sin cambiar nada, sin dejar nada por fuera, enfrentándolo todo. Abrió su corazón.
Cuando terminó, siguió allí sentado, los ojos cerrados, esperando que la voz dijera, “De nuevo,” pero nadie dijo nada. Abrió sus ojos.
Lentamente se levantó. Estaba solo.
Al otro extremo de la habitación, había una puerta, y mientras la miraba, se abrió.
Un hombre entró a través de la puerta. Había terror en el rostro de ese hombre, y arrogancia, y orgullo. El hombre, que usaba ropa lujosa, dio varios pasos dudosos en la habitación y luego se detuvo.
Cuando vio al hombre, comprendió.
“Aquí el tiempo es fluido,” le dijo al recién llegado.
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