lunes, 3 de junio de 2013



Yo, que he besado a poetas que se morían por mis huesos
Yo, que he cruzado de punta a punta el mar mediterráneo
Yo, que he dejado a deber mis labios
Yo, que he bebido el elixir de mis años

Que he ahogado mi dulzura con ron miel, yo
Que he sacrificado mi cuerpo en unas sábanas, yo
Que he dormido sobre piedras más duras que un cuerpo de hombre, yo
Que he tocado el amor con la punta de los dedos, yo
Que me llevo lo más bello, tú.

Cor



Trituraste mi corazón hasta convertirlo en hamburguesa
Para comértelo rezumando sangre en sus venas
Lo recalentaste cuando era ya filete mermado
Lo tiraste y lo dejaste en el pecho abandonado
Te fuiste
Lo olvidaste
Lo abandonaste

Bartebly y compañía



La única cosa que no puede hacer el escritor es dejarse influenciar por sus sentimientos cuando ya tiene una historia. Antes, está bien. Puedes llorar pensando en cómo van a terminar tus personajes, gritar, reírte, emocionarte. Pero después solo tienes que escribirlo, no puedes dejar que tu estado anímico de ese día cambie la historia, ni mucho menos lo que está ya escrito. Porque así se ha de quedar, casi.
Es todo lo contrario de lo que he hecho yo siempre. Acostumbrada a escribir un diario bastante irregular e incoherente y con ganas de contarlo todo en una sola página, porque a decir verdad, me daba pereza escribir más de unas tres páginas para contar 2 años, tengo ante mí cientos de páginas de ordenador en blanco que sé que se tienen que rellenar con cosas que no me gustan, porque no son directas, porque no describen sentimientos, porque yo ya sé cómo pasó todo. Pero no estoy escribiendo solo para mi, ¿o sí?