-Hoy hice a ese hombre llorar- me dijiste apagándote.
Horas antes, ese hombre había entrado en nuestra casa para conocerte, para saber qué es lo que te hacía tan especial, por qué yo me desvivía por hacer tu entorno más armónico, más nuestro. Francisco, se llamaba. Y tenía ya el brillo en los ojos cuando entró por la puerta y te vio sentado en la butaca, con tus gafas de leer, ojeando las páginas que me habían vuelto loca estos últimos meses. Te perdoné y me di la vuelta, fingiendo estar enfadada. Pero él se quedó inmóvil en el umbral de la portezuela, como si le diese miedo a entrar en un santuario o algo parecido, qué tontería más grande, ¿verdad?
Muchas veces te miraba yo desde la cocina hacer tus cosas, sabiendo yo que ya estabas tú pensando en mí e inventándome en papel, como si hubiera vivido en otro tiempo y me hubieran alcanzado diferentes circunstancias.
Francisco, a sabiendas ya de que tenías tus rutinas, se quitó el sombrero y esperó a que le mirases para sentarse. Recuerdo muy bien que, como yo, te diste cuenta de su nerviosismo y te echaste a reír. Ese hombre no supo como reaccionar y le di una palmadita en la espalda, indicándole que se sentase en la cama, no en la silla.
-Eres Gabriel García Márquez- dijo sin pestañear y con media sonrisa trémula.
Se te fue un poco la cabeza y al cabo de unos segundos le respondiste:
-Pareces asustado, muchacho, dime qué quieres saber.
Y la entrevista, la conversación, siguió un par de horas más. Supuse que ese hombre había descubierto que el estudio de toda su vida hacia un solo hombre había merecido la pena, ya que la imaginación y lo que él creía intrínseco en tu personalidad rutinaria y añeja le transformó el gesto y confirmaba todas sus teorías en papel. Le pediste un artículo suyo sobre tí. Sé lo mucho que te divertía pedir críticas en vez de alabanzas, para simplemente ruborizar al visitante. Francisco se fue finalmente. Pero una parte de él quedó para siempre en aquella habitación, en su mirada, en sus lágrimas en la alfombrilla del recibidor.